Las izquierdas que recordaremos en 2018 no se corresponden con sus secuelas partidarias. Se ha roto alguna clase de continuidad que persistía hasta el fin de siglo entre organizaciones políticas, movimientos sociales y corrientes de pensamiento. Que la lucha más sólida y la única resistencia que funciona hoy sea las de los pueblos originarios no era previsible en 1988, y menos en 1968.
En el apogeo del fugaz Partido Socialista Unificado de México (1981-1987), Christopher Domínguez Michael elaboró y mapeó un irónico Quién es quién en la izquierda mexicana (Nexos, junio de 1982). Describía las evoluciones de la izquierda múltiple y fragmentada que por primera vez convergía en una sola organización, más que un frente un partido comunista modernizado y relativamente laxo. Por entonces, Domínguez Michael era una joven promesa del poscomunismo, nada que ver con el comentarista institucional y conservador, ni el influyente crítico literario que es, curado ya de espantos rojos.
Aquel ejercicio fue memorable, pero imaginar una actualización de esa genealogía resulta descorazonador. Los intrincados matrimonios, divorcios, fusiones, alianzas y disoluciones posteriores desembocan en una izquierda política con poder extraviada en la bruma; las líneas de su mapa desaparecen y lo misma da si los actores son porros o proceden de partidos y empresas ajenos al interés del pueblo.
Tal genealogía no sirve para la lucha popular que encarna los ideales y proyectos de la izquierda nacional nacida de la Revolución. Lo que existe no cabe en un organigrama, sucede en el mapa literal del país. En muchas localidades heridas respira una resistencia concreta contra el desastre que no pasa por los partidos, su fuerza está en las raíces, no en las siglas, y plantea con hechos que otro mundo es posible.