Josu Iturbe*

Cuando cursaba la carrera de Bellas Artes allá por la década de los ochenta en mi Bilbao natal, la incipiente crítica a la modernidad estaba confusamente amalgamada con una idealización de las denominadas vanguardias históricas. Pero en realidad ahora que lo pienso aquella sucesión de movimientos, de ismos contrapuestos, a veces antitéticos, aquellos vanguardistas que clamaban el desprecio de la tradición, la búsqueda de la originalidad, el intento vano de escandalizar a la burguesía, resultaron más bien ser paradigma de esa modernidad que pretendían a toda costa denostar. El concepto mismo de vanguardia es la cristalización plástica de ese espíritu del progreso, de ese avanzar como si necesariamente siempre hubiera más adelante un futuro mejor. Esta confianza ciega de la vanguardia en el porvenir, y el empeño de su arte en expresarse cada vez más a sí mismo, hizo de lo artístico algo que se separaba para siempre de lo que había sido el arte hasta ese momento, de para lo que había servido, pues se liberaba supuestamente de las llamas del encargo de la iglesia y la aristocracia para caer en las brasas del mercado y los comerciantes.

Después de la Segunda Guerra el mundo cambió y el arte también. Con París expoliada, Londres empobrecida y Berlín destruida ¿qué se podía pintar en occidente después de Auschwitz? Pero entonces la capitalidad cultural del arte se trasladó sin remedio del otro lado del océano, a New York, donde la victoria renovaba la confianza en el porvenir y una nueva plutocracia requería un arte propio que los identificara como los más poderosos del país más poderoso del planeta. Primero fue el expresionismo abstracto, el action painting, el llamado informalismo americano, enormes cuadros llenos de gesto y acción, donde no se representa nada más que el propio hecho de pintar. Pero era demasiado mental y quizá todavía un tanto europeo, no era suficiente, hasta que llegó el arte pop, o más bien hasta que llegó Andy Warhol. Ahí encontró América y su materialismo la horma de su zapato. La ruptura definitiva con la tradición era clara, los temas estaban sacados no del arte sino de los medios de difusión de masas y la moda, de la ilustración comercial y del cómic, y las técnicas heredadas de la industria, nada de pincel ni de expresión personal, serigrafía y reproducción fotográfica, la multiplicación del original mediante variaciones ampliaba las posibilidades comerciales y de distribución hasta el infinito. La Factory de Warhol trabajaba como una cadena de montaje artística, pero no fue el único, toda una generación de artistas renegaba en los sesenta de la abstracción y volvían a la figura, las transferencias y collages de Rauschenberg, las viñetas gigantes de Lichtenstein, los inflables de Oldenburg… Pero fue Andy el que supo depurar los nuevos mitos americanos, los artistas de cine como ideales, las marcas como renovados iconos, brillantes, limpios, hermosos en sí mismos, que anticipaban el aciago futuro, nuestro presente de logos y multinacionales. Afortunadamente Warhol no se quedó ahí e indagó también en el lado oscuro del sueño americano, con escenas de nota roja, accidentes de carro, carteles de criminales, sillas eléctricas de ineludible mensaje a pesar de que llegan a parecer hasta… bonitas.

Él significó, de algún modo, el principio del fin del objeto artístico como compendio de significados y valores, ahora lo único que interesa es lo que cuesta, lo que vale, su precio, no su valor en sí. Aunque vendió siempre muy bien y recibió amplio reconocimiento en vida, con menos de cuarenta años ya exponía en museos que antes se reservaban a los consagrados, el buen Andy debe estar carcajeándose en su tumba. Apenas a treinta años de su desaparición tres de sus obras están entre los 25 cuadros más caros del mundo, un retrato múltiple de Elvis y un par de sus terribles accidentes automovilísticos que suman casi trescientos millones de dólares. Cundió la parte peor del mensaje, la parte mercadológica, la parte del producto no de la obra, la parte comercial frente a la parte creativa, y así nos va. Me he dado cuenta de que todo lo que hago tiene que ver con la muerte. Andy Warhol (1928-87). Merece la pena, y mucho, visitar: Andy Warhol: estrella oscura, una fantástica retrospectiva en el Museo Jumex de Polanco que, pese a todo, sigue siendo pintura.

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