José Murat*

Dejar a la libre elección de la militancia de base la renovación del Comité Ejecutivo Nacional del PRI es un acierto, tanto para la vida interna del partido como para el propio sistema de partidos políticos. La democracia es el mejor esquema para incentivar la participación de los mexicanos en sus organizaciones políticas y en la vida pública interpartidista.

En tiempos en que se precisa como nunca recuperar la credibilidad perdida, para el PRI es fundamental que el Consejo Político Nacional haya determinado que la elección de sus próximos dirigentes, para el periodo 2019-2023, sea por el método de consulta directa a la base horizontal, una elección libre, democrática y directa a la militancia.

Sin embargo, ese mandato tiene que ser honrado y acatado puntualmente en los hechos. El proceso avanza, pero el horizonte no luce despejado. La simulación le haría un daño inmenso, muy probablemente irreversible, a la que por décadas fue la principal fuerza política del país, una organización cuya historia se funde y entrelaza con la propia historia nacional.

Una renovación formalmente abierta a la base pero cupular de facto, dominada por la nomenclatura de siempre, los actores que han compartido y reciclado las posiciones de mando secularmente, sería un mensaje de autismo, de de-sapego a las exigencias de una militancia que exige, de norte a sur y de oriente a poniente, que su voz sea escuchada, y de un México diferente, de ciudadanos críticos y demandantes que esperan prácticas frescas, innovadoras, de relación fluida con los actores políticos de todo género.

El anhelo compartido de que la democracia efectiva sea la ruta para el reposicionamiento del PRI lo acredita el hecho contundente de que la votación en el auditorio Plutarco Elías Calles haya sido por unanimidad, al igual que la decisión de que un ente externo ampliamente legitimado y ya con una experiencia de décadas, el INE, valide la elección de la nueva dirigencia nacional. Ese mandato no debe desvirtuarse por el corporativismo y la coalición de intereses de quienes por siempre han detentado el poder y se niegan a dar paso a nuevas generaciones provistas de nuevos esquemas de interlocución directa con la militancia.

No es un tema menor. Son tiempos nuevos y las exigencias para el sistema de partidos en México han crecido, sobre todo para los que constituyeron históricamente la columna vertebral de ese sistema tripartita: PRI como PNR desde hace exactamente 90 años, PAN desde 1939 y PRD, como PCM, desde la reforma política de 1977.

Los tres partidos tienen el imperativo de renovarse a plenitud, cambiar en la sustancia, no en la forma del gatopardismo, para rencontrarse con una ciudadanía que optó por una alternativa diferente, institucional pero disruptiva, y que hoy tiene la aprobación mayoritaria de los mexicanos, según los recientes estudios de opinión. Se trata de un desafío que debe suscitar no la inacción paralizante, sino la urgente toma de decisiones para reposicionarse.

De manera especial, como hemos comentado en este mismo espacio de opinión, para el PRI tiene que ser una restructuración integral y de fondo, de la provincia al centro, escuchando y atendiendo la voz de la militancia de los municipios, las agencias y las colonias, así como de las organizaciones sectoriales del campo y los núcleos urbanos. Que el cambio se procese de manera consensuada y horizontal, no vertical e impuesta, pues sería una simulación.

Y el primer paso tiene que ser, como ya mandató el Consejo Político Nacional, la elección directa, abierta y democrática de su próxima dirigencia nacional, un reclamo de todos los sectores, organizaciones y regiones del país. Una elección libre de interferencias de grupos de facto y figuras del pasado.

Más adelante tiene que celebrarse una asamblea nacional refundacional, histórica como lo fue la XIV que encabezó Luis Donaldo Colosio, una que reivindique el mandato determinante de la base militante no sólo en la elección de los dirigentes, sino en la redefinición de la declaración de principios, el programa de acción de cara al futuro, pensando en las nuevas generaciones que hoy no están identificadas con los paradigmas de siempre, y por supuesto que reforme los estatutos.

En el PAN renovaron ya desde noviembre pasado a su dirigencia nacional en un procedimiento abierto, pero con nuevas defecciones por acusaciones de inequidad de parte de grupos críticos de la actual dirigencia, y la unidad interna, ya con el embrión del nuevo partido emanado de sus propias entrañas, no parece haberse restablecido. Sin embargo, el propio éxodo de los que ya en los hechos no estaban, le ofrece una nueva oportunidad de consolidación.

En el PRD se ha designado ya a una dirigencia colectiva, sin que las deserciones de cuadros destacados hayan cesado. El reto de esta organización emblemática de izquierda, proveniente del Partido Comunista, el PSUM y el PMS, es formidable, mantenerse como el referente del pensamiento vanguardista, en lo ideológico y lo social. Su desintegración, por absorción de otro partido o cualquier otra fórmula sería deplorable no sólo para su militancia y sus cuadros directivos, sino para las fuerzas que han construido el andamiaje democrático del país.

En el PRI la elección abierta y democrática de su dirigencia nacional tiene que acreditarse en los hechos: sólo así podrá tener destino y seguir aportando a la construcción del México moderno del siglo XXI. La simulación lo condenaría a un partido testimonial y, en el mediano plazo, a la extinción.

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