En las elecciones regionales llevadas a cabo el domingo pasado, los partidos de izquierda (Adelante Andalucía, la coalición formada por Podemos, Izquierda Unida y pequeños partidos locales) y centroizquierda (Partido Socialista Obrero Español) sufrieron un retroceso catastrófico. La derrota fue particularmente amarga para el PSOE, que había dominado el escenario político andaluz desde el retorno de España a la democracia y que en los anteriores comicios apenas alcanzó casi 28 por ciento de los votos, que se traducen en menos de un tercio de los escaños en el Congreso local.

También experimentó un retroceso la derecha tradicional, representada por el Partido Popular (PP), pero la nueva derecha agrupada en Ciudadanos logró avanzar en forma significativa y, lo más inquietante, el partido neofascista Vox consiguió 11 por ciento de los sufragios y una bancada de 12 escaños en el legislativo andaluz, con lo cual adquiere por primera vez representación parlamentaria. Se trata de un hecho insólito, tanto por el insignificante desempeño de esta fuerza política de ultraderecha en elecciones anteriores como por el hecho de que, a diferencia de otros países europeos, en España no había podido adquirir presencia relevante ninguna organización neofascista.

En efecto, ese 11 por ciento obtenido por Vox en Andalucía debe cotejarse con su virtual inexistencia en los comicios generales de 2015 y 2016 (entre 0.23 y 0.20 por ciento) y del Parlamento Europeo de 2014 (1.57 por ciento). Aunque tiene carácter local, el salto debiera llevar a encender luces rojas entre la ciudadanía española y particularmente entre la andaluza, en donde no resulta imposible pensar que esa organización pueda ser llamada a formar un gobierno regional cuyos socios mayores serían el PP y Ciudadanos.

Cabe recordar que Vox es una organización abiertamente misógina, xenófoba, homofóbica e islamofóbica que pregona la solución de los separatismos españoles mediante la supresión pura y dura de los gobiernos y parlamentos autonómicos, una orientación económica ultraliberal, opuesta al fomento a la cultura por parte del Estado y partidaria de fortalecer la caza y la tauromaquia. Si por ellos fuera, los neofascistas agrupados en ese partido eliminarían la perspectiva de género, la pluralidad política –abogan, por ejemplo, por la ilegalización de todos los partidos nacionalistas, sean catalanes, vascos o de otras regiones– y también la tolerancia hacia la diversidad sexual. Se trata, en suma, de una acabada expresión de franquismo incrustada en pleno siglo XXI.

Significativamente, Vox se nutre del mismo caldo de cultivo que permite explicar el auge de una nueva izquierda (Podemos) y de una nueva derecha (Ciudadanos) en España: el hartazgo y la exasperación de grandes sectores sociales frente a la ineptitud, la corrupción y la simulación de las hasta hace no mucho fuerzas hegemónicas tradicionales (PSOE y PP). Pero, a diferencia de todas esas fuerzas, que de una u otra manera parten del reconocimiento a la institucionalidad política establecida en la transición, los neofascistas son partidarios de una brusca regresión del Estado español a los tiempos de la dictadura, valga decir, a la barbarie totalitaria. Y el pasado fin de semana en Andalucía demostraron que no les es imposible lograr tal propósito.

En tales circunstancias, cabe esperar que la totalidad de la clase política española sea capaz de comprender y corregir, con una mirada autocrítica, las miserias que llevaron a casi 400 mil andaluces a emitir un voto en favor del fascismo.

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