No siempre que la tragedia se repite lo hace como comedia; a

veces conserva su forma trágica y pone en tela de juicio la memoria colectiva.

Originalmente usado para la prospección petrolera y luego como guardacostas, el buque Aquarius –construido en Alemania y que navega con bandera de Gibraltar– continúa la azarosa ruta que emprendió la semana pasada con 141 migrantes a bordo, a los cuales rescató en aguas del Mediterráneo, horas después de que abandonaran costas libias para buscar mejor suerte en Europa. Los rescatados (quienes se habían hecho a la mar en dos reducidas y precarias embarcaciones) proceden mayoritariamente de Somalia y Eritrea, aunque entre ellos también hay personas de Bangladesh, Camerún, Costa de Marfil, Nigeria y Senegal, países que abandonaron por la crítica situación económico-social imperante en amplias regiones de África.

Tras la negativa de Italia y Malta (los puertos más cercanos desde la posición del barco) a recibir a los migrantes, el Aquarius puso rumbo a España, cuyo gobierno, apenas en junio pasado, había aceptado refugiar a 200 personas también de origen africano y llegadas a bordo del mismo buque. Pero en esta oportunidad el navío (operado conjuntamente por las organizaciones Médicos sin Fronteras y SOS Mediterráneo) no encontró la misma recepción: con el argumento de que el país no ofrece un puerto seguro, el titular del gobierno español, Pedro Sánchez, le negó la entrada y se unió así al grupo de líderes europeos partidarios de blindar las costas contra el arribo de migrantes procedentes de África y Medio Oriente.

La iniciativa de un ex ministro francés y actual director del puerto de Sete, en el sentido de permitir el arribo del buque y asilar a sus migrantes, constituye de momento la salida más factible para la embarcación. Sin embargo, las autoridades portuarias no pueden tomar esa decisión sin contar con el aval del gobierno de Emmanuel Macron, y éste no ha hecho ningún pronunciamiento al respecto.

En mayo de 1939 otro barco alemán, llamado St. Louis, salió desde el puerto de Hamburgo rumbo a La Habana, Cuba, transportando a 937 pasajeros que huían del hitleriano Tercer Reich. La mayoría de ellos eran alemanes de origen judío, pero otros procedían de distintos países europeos. El presidente cubano de entonces Federico Laredo Bru, se apresuró a emitir un decreto que limitaba el desembarco de extranjeros refugiados a aquellos que pudieran pagar 500 dólares, lo que en la práctica constituía casi una prohibicion: sólo 28 pudieron bajar (seis porque tenían esa suma y los otros 22 porque tenían los documentos en regla). Los demás fueron obligados a continuar el viaje.

Con las luces de la Florida a la vista, el capitán del barco envió un telegrama al presidente estadunidense Franklin D. Roosevelt pidiéndole permiso para atracar. Pero la Casa Blanca y el Departamento de Estado de EU habían decidido no dejarlo entrar al país, y Roosevelt nunca contestó el telegrama. El resultado fue previsible: en junio de 1939 el buque regresó a Europa y sus pasajeros se repartieron en Holanda, Bélgica y Francia, tres países que no tardarían en ser invadidos por el nazismo que habían querido evitar.

Con independencia del desenlace que tenga este viaje del Aquarius, el mismo sirve para recordar que el racismo y la xenofobia, ocultos bajo argumentos económicos y sociales, siguen activos hoy más allá de cuál sea la patria de las víctimas.

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