Vilma Fuentes

El trigesimoctavo Salón del Libro de París acaba de abrirse en el Parque de exposiciones. El lugar es inmenso: ahí son acogidos también, en otras fechas, los salones del automóvil, la aeronáutica o la agricultura. La primera impresión que se experimenta: su gigantismo hace evidente que el mundo de la edición se ha convertido en una industria similar a otras, dando lugar a intereses financieros y comerciales. Hay quienes se lamentan y añoran la época cuando el Salón se llevaba a cabo bajo los bellos vitrales del Grand Palais, más propicio a los encuentros y al descubrimiento de los libros, mientras otros se regocijan, dichosos de hallar un espacio adaptado al mundo de los negocios, business is business. ¿El libro es sólo un producto y una mercancía más puesta a la venta, o bien es portador y refugio de otros valores distintos a los del comercio? La cuestión se plantea, en particular, durante la apertura de este Salón.

El día de la inauguración, los numerosos invitados se aglutinaban en los corredores y los módulos. ¿Impaciencia de satisfacer su apetito de lectura? En realidad, un evento más excitante parece imponerse: la asistencia del presidente Emmanuel Macron y de la ministra de Cultura, Françoise Nyssen, quienes debían recorrer los pasillos del Salón siguiendo un itinerario preparado por un servicio de orden muy importante y de agentes de la seguridad aún más numerosos. No queda sino aceptar el fenómeno: nuestro maravilloso mundo moderno es cada vez más vigilante y policiaco. Es necesario reconocer que el presidente Macron, acompañado por su esposa, no parece inquieto por la situación. Saluda de mano, sonríe, intercambia algunas frases con el público, verdadero profesional del ejercicio de la comunicación. De cerca, Macron y Brigitte, su cónyuge, son de corta estatura pero con fuerte presencia, invitan al optimismo de un mañana sonriente.

Los salones en París poseen una particularidad. Si sus metas son comerciales, no escapan a un juego eminentemente político. Dirigentes de partidos hacen acto de presencia y cada uno lleva la cuenta y hace ostentación de las horas pasadas en sus corredores. Su popularidad se mide según aplausos o abucheos. Los escándalos son parte del espectáculo. Aquí, el Salón del Libro se distingue de los otros, acaso porque los intelectuales franceses, lejos de los bajos intereses mercantiles que se reivindican en otros eventos, se ocupan de la política internacional. Se protesta contra Berlusconi cuando el invitado de honor es Italia o se exigen derechos humanos cuando es China. Como ahora el invitado es Rusia, Macron decidió no detenerse en el pabellón ruso para subrayar su solidaridad con Theresa May a propósito del espía ruso envenenado en Inglaterra. Se sabe que Macron dudó de estrategia antes de tomar su decisión, acaso una forma de evitar que los intelectuales se le adelanten. Esto no impidió la crítica: ¿la geopolítica internacional es apropiada en un Salón del Libro?

Habiendo invitado a nuestro amigo brasileño Alessandro da Lima, profesor de filosofía en la Universidad de São Paulo y brillante especialista de la obra de Michel Foucault, fue interesante conocer su opinión. De una inteligencia aguda, como generoso y benevolente, ve siempre el mejor aspecto de seres y cosas. Es una dicha compartir su entusiasmo por la poesía, la música (tenor magistral, me recuerda a mi amigo Carlos Montemayor, poseedor de los mismos dones) y todo cuanto da un precio a la existencia, esta flama de vida, más fuerte que las más sombrías tinieblas.

Actes-Sud fue particular objeto de atenciones, ya que Françoise Nyssen, su directora, es la actual ministra de Cultura, cargo incompatible con la empresa. Pero Bertrand Py, director editorial, se ocupa con éxito, pues Actes-Sud ocupa un lugar preponderante en la edición francesa. Así, cuando Bellefroid le dice que la superficie de sus estantes es superior a la de Gallimard, Py responde con humor: o sus dueños son más codos.

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