MACARIO SCHETTINO
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En su muy reciente libro, The Once and Future Liberal, Mark Lilla describe la situación política actual de Estados Unidos como un desierto ciudadano. Dice: “La lección más importante es ésta: por dos generaciones, Estados Unidos ha estado sin una visión política de su destino. No hay una visión conservadora, no hay una visión liberal” (p. 99). “Lo que es extraordinario, y demoledor, acerca de las últimas cuatro décadas, es que nuestra política ha estado dominada por dos ideologías que promueven y celebran el fin de los ciudadanos. En la derecha, una ideología que cuestiona la existencia del bien común y rechaza nuestra obligación de ayudar a nuestros conciudadanos. En la izquierda, una ideología institucionalizada en las universidades que fetichiza nuestros logros individuales y grupales, aplaude la autoabsorción y lanza una sombra de sospecha sobre cualquier invocación de un universal y democrático ‘nosotros’” (p. 132).
Me parece que la interpretación de Lilla es de la mayor importancia. No construye una explicación del fenómeno político como resultado inexorable de una economía deficiente, como tantos otros, ni tampoco atribuye la situación actual a grupos de extremistas, como hacen unos más. Lo que Lilla percibe es un proceso de despolitización como resultado del impulso al libre mercado desde el gobierno de Ronald Reagan, pero también como resultado de una izquierda romántica, dispersa en la defensa de decenas, si no ya cientos, de identidades personales y de grupo.
A diferencia de Lilla, este columnista considera que ese proceso ha ocurrido esencialmente debido a una nueva tecnología comunicacional, que ha hecho posible que las personas puedan, al mismo tiempo, pertenecer a grupos y aislarse de quienes viven a su alrededor. Es decir, gracias a las redes podemos construir grupos dislocados (sin lugar, pues). Si usted tiene una preferencia sexual poco común, por ejemplo, seguramente encontrará a otras personas que la comparten, viviendo a miles de kilómetros de distancia. Pertenecer a ese grupo le permitirá a usted fortalecer su identidad sin sentirse aislado. Pero eso significa que usted comparte intereses con personas que no viven en su comunidad física, de manera que lo que a ésta le ocurra, en todo aquello que no toca su identidad, le tendrá a usted sin cuidado.
Precisamente por eso el fenómeno que vemos hoy en el mundo es el desplome de la ciudadanía. Esto es particularmente notorio entre jóvenes, con educación universitaria, que viven en ciudades grandes, con acceso a las redes sociales, y con muy poca cercanía a las religiones. Ése es el universo identitario cuyo origen Lilla ubica en la izquierda romántica y movimientista de los años sesenta y setenta, refugiada después en las universidades, que logró trasladar su punto de vista a jóvenes que hoy tienen las herramientas para hacerlo explotar. Frente a ese grupo, los demás, es decir, mayores (de 40 años), con menos universidad, menos tiempo libre, acceso y costumbre como para usar redes sociales, menos educación y más religión, que viven en ciudades más pequeñas, ven cómo el mundo que conocían se derrumba, y con él los grupos en los que ellos viven. Y esa amenaza es lo que los mueve a defenderse, incluso votando por Brexit o eligiendo a Trump.
Lilla no atribuye este gran peso a las redes, de forma que cree que se puede recuperar la democracia tradicional, y por eso propone “la prioridad de lo institucional sobre los movimientos políticos; la prioridad de la persuasión democrática sobre la autoafirmación subjetiva; y la prioridad de la ciudadanía sobre la identidad personal o de grupo… la necesidad urgente de educación cívica en una nación crecientemente atomizada e individualizada” (p. 104).
¿Es eso posible o, como cree Fuera de la Caja, la ruptura es insalvable?