Jorge Eduardo Navarrete

En todo el mundo, la gente se rebela contra la austeridad y los enormes márgenes de desigualdad de ingreso y riqueza. En el Reino Unido, en Estados Unidos y en todas partes desea gobiernos que representen a todo el pueblo, no sólo al 1%, Bernie Sanders, The Guardian, 9 de junio de 2017.

Un caso extremo e irremediable de hubris, dolencia crónica de Theresa May, que se agudizó a partir de abril, cuando convocó a elecciones generales anticipadas, parece ser el diagnóstico más socorrido para explicar el inesperado y colosal descalabro sufrido por ella misma y el Partido Conservador, que contra todo buen juicio continúa liderando después de la debacle en los comicios del 8 de junio. Ha de recordarse que, en forma menos aguda, atacó también a David Cameron, su predecesor, cuando años antes decidió prometer un referendo sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea, que condujo a otra debacle, cuya superación ahora se complica. Así, en la subespecie de los líderes políticos, la hubris afecta más y con mayor frecuencia, aunque no en exclusiva, a los conservadores británicos.

Contribuyeron al derrumbe electoral al menos otros cuatro factores, que es preciso tener en cuenta: el salto extraordinario en la participación de los electores jóvenes, que habían visto con desapego o indiferencia otros ejercicios, incluido el referendo sobre el Brexit, cuyo resultado tanto lastimó a este grupo de edad. Al acudir a las urnas y votar por un dirigente despreciado por los conservadores, esos jóvenes se rebelaron contra la insularidad y aislamiento y se expresaron como ciudadanos de Europa y del mundo, a los que May desprecia como ciudadanos de ninguna parte. Dos tercios de los electores entre 18 y 31 años votaron laborista, algo casi inconcebible.

Otro factor fue la revelación de Jeremy Corbyn, a quien tantos incluso en las filas laboristas motejaban de ‘inelegible’. Fue, con mucho, el candidato que mejor entendió y tradujo tanto las aspiraciones como las querellas de grandes franjas del electorado, afines a su partido, a otros o a ninguno. Como Bernie Sanders, su coetáneo estadunidense, Corbyn galvanizó a esa fracción del electorado que rechazó la insultante campaña con que se buscó desprestigiarlo. Sin conquistar el poder, ambos han reivindicado una política popular regida por las ideas y los principios, no dictada por el dinero.

El tercero fue el notable manifiesto electoral del Partido Laborista, texto fuera de serie que debería ser estudiado, en el balance de sus contenidos y en el cuidado de su forma, por otros cultivadores del género. (For the many, not the few–The Labour Party Manifesto 2017. Su reverso constituyó el cuarto factor. Un líder conservador calificó al manifiesto de su partido, redactado por los dos tecnócratas favoritos de May, como el peor de la historia. Sumado a un desempeño infumable de la candidata en una campaña estilo presidencial, que por momentos pareció seguir el modelo de Trump, provocó la pérdida de la mayoría y el vuelco hacia otros partidos, sobre todo el laborista.

Fue indecente la premura con la que May, aun antes de concluidos los cómputos, pero sabedora ya de la magnitud del desastre que había provocado, se afirmó como sucesora de ella misma: en las primeras 24 horas, falsamente afirmó haber negociado un modus vivendi con un partido regional de Irlanda del Norte; obtuvo la aquiescencia real para formar gobierno; optó sin consulta alguna por un gobierno de minoría y anunció que reconduciría a los grandes personeros conservadores en las posiciones clave del gabinete: Finanzas, Exteriores, Interior, Brexit y Defensa. Con el pretexto de la cercanía de las negociaciones con Europa, proclamó urbi et orbi que Theresa May seguía en el cargo. Hubo de aceptar, a riesgo de enfrentar un desafío formal, la salida en desgracia de esos dos asesores favoritos, que quizá no volverán a pisar el número 10 de Downing Street.

No se han aclarado términos y alcances del entendimiento con el Partido Democrático Unionista, aunque se espera un arreglo de ocasión: el UDP prestará apoyo a los conservadores en cada votación que vaya presentándose. Se trata del partido ultraconservador de Ulster, dispone de 10 asientos en los Comunes, dos más de los necesarios para darle a May la mayoría aritmética (326). La prensa recordó que el UDP favorece la unión (no la europea, sino la de Irlanda del Norte con Gran Bretaña); apoya el Brexit, pero no la versión dura favorecida por May sino otra que no blinde la frontera con la República de Irlanda; se opone al aborto y al matrimonio entre personas del mismo sexo, y algunos de sus parlamentarios niegan el cambio climático o propugnan porque el creacionismo se enseñe en las clases de ciencias, junto con la evolución. Así de impresentable es el UDP, partido que, según May, ha mantenido una larga cooperación con los conservadores y que le permitirá cimentar un gobierno estable. Muchos lo dudan. El arreglo con el UDP altera el delicado equilibrio de las relaciones del gobierno británico con los partidos políticos de Ulster y da al traste con la imparcialidad con que el primero debe tratar a los segundos; pone en peligro la paz trabajosamente conseguida.

Más allá de la imagen diplomática, en la Unión Europea se sabe que hay una primera ministra británica débil, al frente de un gobierno inestable; el schadenfreude –esa suerte de satisfacción que produce la desgracia ajena, en especial cuando es autoinfligida– ha teñido la reacción en el continente. Una de las posibles consecuencias de la debacle de May es que deba olvidar su versión dura de la salida de la UE. Tendrá que negociar nuevos acuerdos, preservar elementos del mercado único y del espacio común europeos. Se necesitará tiempo, quizá más de los dos años que ya están corriendo, buena disposición de todos y, sobre todo, que Theresa May –o quien la remplace dentro de 10 o 12 meses, quizá antes– renuncie a la hubris que la precipitó al pozo en que se encuentra.

Martin Wolf resumió (FT, 13 de junio) la lección que este episodio encierra: Al negociar “los acuerdos comerciales que importan –con EU, China, India o la Unión Europea misma– el Reino Unido será un suplicante débil. Tendrá que aceptar lo que exijan los socios más poderosos”. En México, con una renegociación en puerta, deberíamos tomar nota.

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